Considero que el desarrollo del telégrafo es un buen ejemplo de que la gran cuestión en los negocios no suele estar en la tecnología, sino en su aplicación de forma económica. Esta idea quedó corroborada tras leer el capítulo correspondiente a la invención del telégrafo en el libro de Srinivasan Bhu ‘Americana: a 400 Year History of American Capitalism’.
El invento del telégrafo cambió por completo la organización económica de Estados Unidos en el siglo XIX, fue la primera industria capaz de enviar información de forma casi instantánea a largas distancias de forma escalable y replicable. Los sistemas de envío de señales más tradicionales como las señales de humo, los faros o las señales que se podían observar a través de telescopios tenían grandes limitaciones.
La tecnología sobre la que funciona el telégrafo es la electricidad. El descubrimiento de cómo lograr energía eléctrica llegó casi un siglo antes, en 1749. A partir de 1800 hubo muchos intentos de aplicar la conducción de electricidad a las comunicaciones, pero ninguno acabó cuajando por sí solo. Fueron más bien mejoras graduales o prototipos que no completaron su objetivo, o quizás no fueron comercializados y publicitados con éxito.
Lo difícil no era comprender el funcionamiento básico de la electricidad, lo que podemos considerar investigación base; sino crear un producto que pudiese resolver problemas de los consumidores o la sociedad en general. No se trataba de añadir más conocimientos de física o de contratar a más científicos en un laboratorio, sino de convertir el potencial de la tecnología en un producto útil y económico. Cuando Samuel Morse y Alfred Vail hicieron la primera demostración del telégrafo en público, todos los asistentes comprendieron la gran utilidad del invento.
Samuel Morse no era científico de profesión, sino alguien dedicado a las bellas artes, principalmente a la pintura. Sin embargo, fue el primero que junto con Alfred Vail logró resolver el problema con un diseño brillante y completo. En la comunicación por telégrafo, el emisor envía señales eléctricas que son recogidas en el punto de recepción con un pequeño dispositivo que las convierte en signos escritos. El código Morse identifica a cada letra del abecedario con una secuencia de signos concreta, de forma que se pueden traducir esas señales eléctricas al lenguaje humano. Las características básicas del prototipo junto con la creación del código Morse consiguieron convertirse en el estándar para toda la industria.
"Receptor del telégrafo Morse" - Imagen de la Biblioteca de la Universidad Machado Nuñez - CC BY 2.0
La primera enseñanza está clara. No fue un científico o un experto en electricidad quien resolvió la parte final del puzzle, sino un grupo de personas de procedencias muy distintas que tenían el foco puesto en las necesidades del consumidor y la sociedad. Así, se integraron diferentes tecnologías, se buscaron de forma deliberada otras nuevas y posteriormente se crearon las instituciones correspondientes para que fuesen útiles (un lenguaje estándar, la formación de profesionales para leer los mensajes).
Samuel Morse marcó la diferencia en su prototipo porque identificó los problemas más importantes a resolver, redirigiendo sus esfuerzos a esas áreas. Por ejemplo, una limitación eran los errores en cableados de larga distancia, donde la señal eléctrica era más débil. Para ello, hubo que introducir dispositivos electromagnéticos que permitieran conexiones fiables a distancias mayores de 40 pies. Es aquí donde se atribuye el papel esencial de Alfred Vail en la invención del telégrafo (con la ayuda de la fundición de su padre Speedwell Ironworks), incluyendo también la introducción del sistema que registraba las señales eléctricas por escrito.
Un aspecto que me parece decisivo para el triunfo final de este invento son las conexiones de Samuel Morse con grandes personalidades y políticos, lo que le permitió dar a conocer al público sus demostraciones. Gracias al reconocimiento y los contactos que había logrado como pintor, logró la financiación y los medios para sus demostraciones públicas. Convenció a la Cámara de Representantes de Estados Unidos para que destinase una partida de 30.000$ al proyecto de construir una línea de telégrafo entre Baltimore y Washington. En este caso el primer inversor fue la joven administración estadounidense, pero bien podría haberse realizado a través de capital privado.
Este proyecto tuvo también contratiempos que se acabaron resolviendo gracias a la determinación de los impulsores. El diseño inicial de la infraestructura era colocar los cables de forma subterránea, pero no acabó funcionando de forma correcta. Hubo que perseverar y cambiar el plan a mitad de camino, siendo la opción final el cableado a través de postes. Como vemos, el proceso de diseño del telégrafo y su infraestructura accesoria se basaron en constantes mejoras incrementales, un proceso de prueba y error de muchos años, desde que aparecen los primeros prototipos a principios del siglo XIX hasta la primera línea de telégafo en 1844. No se trata de tener una gran idea, sino de ejecutar bien con los recursos disponibles: integración de tecnologías, capacidad de diseño y medios para realizar demostraciones públicas.
En realidad, Samuel Morse no tenía una gran visión empresarial en sus inicios. Pero durante el proceso aprendió sus limitaciones y delegó la explotación comercial en Amos Kendall, quien diseñó un modelo de negocio brillante. En vez de tratar de acaparar todas las fases de la cadena de valor (construcción de la infraestructura, operación y mantenimiento y comercialización de los servicios), se limitaron a alquilar el derecho de patente por territorios delimitados, reduciendo el poder de negociación de la compañía explotadora de la red. En otras palabras, Samuel Morse y Amos Kendall se centraron en la parte del mercado que dominaban, evitando mezclarse con actividades de infraestructuras y explotación de las mismas, una actividad que no conocían. Las décadas previas en Estados Unidos estuvieron marcadas por inventores que no consiguieron beneficiarse de sus éxitos, como John Fith (barco de vapor) o Eli Whitney (máquina para desgranar algodón). Otros empresarios lograban con posterioridad descubrir el potencial de los inventos y ejecutar mejor su estrategia de negocio, aprovechándose de los progresos de sus predecesores.
El éxito del telégrafo estuvo muy unido al desarrollo del ferrocarril. Su coincidencia en el tiempo es esencial para explicar la tan rápida expansión del telégrafo en Estados Unidos. La gestión de la red de ferrocarriles encontró muy útil un sistema de envío de información instantáneo que permitiera comunicar si una línea de tren había llegado a su destino o no, para coordinar el resto de salidas. Adicionalmente, en la propia construcción del ferrocarril se aprovechaba la infraestructura para desplegar los postes y el cableado del telégrafo. También se aprovechaban las estaciones de ferrocarril para establecer los puestos donde se recibían los mensajes telegráficos. Si Samuel Morse y Amos Kendall no hubiesen dejado sitio a otros participantes del mercado, a lo mejor la industria del telégrafo no hubiese aprovechado en plenitud su aplicación más rentable y directa.
Un factor muy importante en la rápida expansión del telégrafo fue el bajo coste de su construcción. Según Srinivasan Bhu, la construcción de una milla de telégrafo costaba 200$ en aquella época, mientras que una milla de ferrocarril alcanzaba los 20.000$. Estas menores necesidades de capital permitieron que el telégrafo fuese muy rentable, cubría necesidades muy importantes mientras que el coste de la construcción no era muy elevado. Esta es la combinación perfecta para la expansión de una tecnología. A lo mejor Samuel Morse no vio esta ventaja del invento de forma prematura, pero es evidente que fue una de las claves de su vertiginoso crecimiento.
En el progreso económico y tecnológico no hay nadie capaz de acaparar y solucionar todos los problemas al mismo tiempo. Se requiere una organización que ejecute en diferentes frentes: desarrollo de tecnología base, descubrimiento de aplicaciones de la tecnología, modelos de negocio para esas aplicaciones concretas, una comercialización eficiente y lograr la financiación necesaria. En la mayoría de casos, una sola empresa no puede hacer frente a todos los problemas de una industria, ni es capaz de visualizar y concentrarse en todos los modelos de negocio posibles. Tampoco va a visualizar todas las ventajas y posibilidades de forma anticipada, por lo que la creación de instituciones donde las empresas cooperan y no solo compiten puede significar un mayor empuje para la industria en su conjunto. Esta es una de las ideas principales defendidas por Calestous Juma en su libro ‘Innovation and its Enemies’, donde sostiene que algunas de las tecnologías que acabaron imponiéndose no lo hubiesen hecho sin estas instituciones o formas de cooperación (refrigeradores, corriente alterna).
Es un error centrarse exclusivamente en el desarrollo de la tecnología base o en incrementar los fondos para I+D. En muchas ocasiones hay sobrefinanciación para muchos proyectos en las empresas. Lo que es más difícil de encontrar son organizaciones/equipos que descubran necesidades y problemas de la sociedad al mismo tiempo que logran tecnologías y diseños adecuados para las mismas. El caso de Red Hat analizado hace unas semanas es un gran ejemplo de la importancia de la disciplina en cuanto a exigir resultados a las inversiones que se realizan.
Esa idea de que hay un genio que es capaz de cubrir todas las áreas y reinventarlo todo a la vez es una fantasía que reaparece cada cierto tiempo con un nuevo personaje público. Es el estilo televisivo o del cine, que distorsiona por completo la verdadera realidad que hay en el mundo mercantil. Tampoco es una cuestión de tener grandes ideas, lo que marca la diferencia es la ejecución y la capacidad de la organización de sobreponerse a las dificultades. No se deje impresionar cada vez que oiga que x empresa va a invertir tropecientos mil millones en una tecnología muy novedosa.
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