La mayoría de los observadores económicos predicen que los Estados Unidos finalmente se sacudirán el persistente malestar de la Gran Recesión. Al embarcarnos en este nuevo y soleado capítulo, podemos preguntarnos por la sabiduría que el trauma de cinco años ha engendrado. Algunos “grandes pensadores” han declarado que el episodio ha empañado para siempre el capitalismo del libre mercado estadounidense y el mito de la invencibilidad de Wall Street. Yo creo que al menos momentáneamente el episodio ha reafirmado la confianza suprema en el poder de la política monetaria para mantener la economía a flote y asegurar un piso debajo de los precios de los activos, incluso en las peores circunstancias. Esto representa un cambio dramático respecto a la situación de comienzos de 2008, proporcionando, por desgracia, una falsa confianza que no lleva sino hacia la próxima crisis económica.
Aunque a los medios de comunicación les guste olvidarlo, antes del 2007 había una minoría de inversores bajistas que no se creían las historias baratas de la era pre-crisis. Cuando el Dow subió en 2006 y 2007 también subió el oro, a pesar de que se supone que el aumento del precio del oro es un signo de incertidumbre económica. La oleada contra-intuitiva del oro en aquellos años fue resultado de la creciente preocupación entre una minoría de que una crisis económica se avecinaba. En el periodo inmediatamente posterior a la crisis, en 2009 y 2010, la subida del oro ganó fuerza tras convencerse doblemente los inversores de que las medidas monetarias extraordinarias ideadas por la Fed para combatir la recesión, fracasarían en detener la caída libre de la economía, tendiendo, en su lugar, a provocar una nueva era de inflación y de dólar débil. Esto hizo que muchos de los hasta entonces detractores de este metal se subieran también, a regañadientes, al carro del oro.
Pero tres años más tarde, después de un periodo de activismo monetario que se extendió mucho más allá de lo que la mayoría de los inversores bajistas habían predicho, la economía aparentemente ha empezado a recuperarse. El Dow ha aumentado a niveles récord, la inflación (al menos en la forma en que se mide actualmente) y el dólar ha conservado en gran medida su valor. Irónicamente, muchos de aquellos que identificaron correctamente los problemas antes de que se manifestaran, han tirado la toalla y han concluido que sus temores respecto a una política monetaria fuera de control estaban infundados. Al mismo tiempo muchos de los que siempre pusieron su fe en la Fed (pero que no pudieron – como tampoco pudo la Fed – ver la crisis con antelación) están más seguros que nunca de que el Banco Central puede salvarnos de lo peor. |
Un elemento fundamental de esta nueva fe es la creencia de que la Fed puede mantener infinitamente cualquier cantidad de burbujas de activos, si simplemente les suministra suficiente aire en forma de un cero por ciento de interés. Es como si el concepto de “demasiado grande para quebrar“ hubiese evolucionado hacia la idea de que algunas burbujas son demasiado grandes para reventar. Las advertencias de aquellos de nosotros que todavía entendemos las consecuencias negativas de esta política han sido silenciadas por un triunfante Dow.
La prueba de ese nuevo sentimiento puede verse en el mercado del oro actual. Si las condiciones del 2014 (en las que, mientras el Gobierno Federal fallaba continuamente en controlar el problema de la deuda, la Reserva Federal continuaba con su programa de compra de bonos de 85 mil millones de dólares por mes y mantenía las tasas de interés del 0% para el futuro previsible) hubieran sido descritas a un inversor del 2007, probablemente sus conclusiones hubieran sido obvias: llenar el camión de oro. En lugar de ello, el oro cayó más de 27% en el transcurso del año. Y a pesar del hecho de que hasta entonces el oro no había bajado en 13 años, uno se encuentra ahora en apuros si trata de encontrar a algún analista de la corriente principal que describa el menor precio de los tres últimos años como una oportunidad para comprar. En vez de eso, tratan al oro como si se tratara del hijastro de las inversiones.
Este cambio sólo puede explicarse por la creciente aceptación de la política monetaria como el elixir mágico que los keynesianos siempre dijeron que era. Esa fe ciega ha impedido que los inversores vean las claras crisis económicas que se asoman en el horizonte. En los últimos cinco años, la economía se ha vuelto cada vez más adicta a los bajos tipos de interés, lo que subyace a la reciente subida de los precios de las acciones. El bajo costo del crédito ha generado una suma de deuda, además de apoyar a las ganancias corporativas y ha hecho posible la ola de recompras de acciones récord.
Lo mismo puede decirse del mercado inmobiliario, que ha sido impulsado por unos reducidísimos tipos de interés y una ola de inversores institucionales, que aprovechando una de las financiaciones más fáciles de la historia, se han lanzado a comprar casas unifamiliares a fin de alquilárselas a aquellos estadounidenses que ya no tienen dinero para adquirirlas ellos mismos.
Basándose en nada más que puro optimismo, el mercado cree que la Fed puede de alguna manera contraer los $4 billones de su hoja de balance sin elevar las tasas a tal punto, que amenacen el precio de los activos o que hagan tan pesado el costo del servicio de la deuda que los deudores ya no lo puedan soportar. Habría sido imposible tener esa fe antes del crash, cuando la mayoría asumía que las leyes de la oferta y la demanda funcionaban en el mercado de las hipotecas y de la deuda pública. Ahora “sabemos” que la demanda es infinita. Ello es confundir una parálisis geopolítica temporal y un sonambulismo financiero con una suspensión fundamental de la realidad.
Lo más probable es que este error generalizado derive hacia la próxima crisis.
Si las tasas de interés suben más, digamos al 4% o 5%, los mercados de acciones y de bienes raíces se encontrarán bajo presión, y la Reserva Federal y los otros bancos “demasiado grandes para quebrar“ verán considerables pérdidas en sus portafolios de bonos del tesoro y de bonos respaldados por hipotecas. Esos acontecimientos podrían desencadenar una inestabilidad económica generalizada. Creo que nada puede impedir que dichas tendencias continúen hasta desencadenar una crisis. Es muy difícil construir un argumento lógico que evite tal resultado.
Al final quedará patente que creer en el poder de la política monetaria suministrada por nuestros banqueros centrales para arreglar la economía real es tan ridículo como decir que los precios de las viviendas siempre tienen que subir.