Cuando los miembros de la Reserva Federal, el banco central de los Estados Unidos, se reúnen para tomar una decisión sobre los tipos de interés del dólar, es frecuente leer en los medios titulares como los siguientes:
El mundo, pendiente de la Reserva Federal
La economía mundial, pendiente de la decisión de la Reserva Federal
La Reserva Federal mantiene en vilo a los mercados.
Para el economista John Kenneth Galbraith, este respeto reverencial por dicha institución se basa en una creencia inocente en el poder de los bancos y de los banqueros y en la ilusión de que la circulación del dinero de toda una nación, e incluso del mundo entero, responde mágicamente a las decisiones tomadas por un puñado de personas. Al mismo tiempo, Galbraith sostenía que las decisiones de la Reserva Federal son totalmente ineficaces, de modo que la institución en sí misma es un fraude.
John Kenneth Galbraith fue un prestigioso economista estadounidense de origen canadiense que murió en 2006 a la edad de 97 años. Profesor de Princeton y Harvard y autor de numerosos e influyentes libros, es particularmente conocido por su obra El crac del 29. En enero de 1987, cuando contaba con 78 años, publicó un artículo avisando de una caída segura, inevitable y estrepitosa del mercado de valores, que efectivamente tuvo lugar en octubre del mismo año. Su última obra fue La economía del fraude inocente, escrita en 2003 y publicada en 2004, en la que expuso que la economía capitalista era básicamente un fraude sostenido por una sabiduría convencional cuya elegancia, prestigio y apariencia de verosimilitud la hacía inocentemente creíble. En concreto, consideraba la Reserva Federal “la forma de fraude más prestigiosa“.
Según se nos ha hecho creer, cuando bajan los tipos de interés en medio de una recesión, las empresas se animan a invertir y los consumidores piden más préstamos para comprar cosas, lo cual hace que la economía se recupere. Por otro lado, cuando hay riesgo de inflación y de crecimiento desequilibrado, una subida del tipo de interés actúa como freno sobre la inversión y los precios. Galbraith creía que estas relaciones de causa-efecto eran propias de un cuento de hadas: “este proceso tan verosímil solo existe en el mundo de las creencias económicas y no en la vida real“.
La realidad de los hechos, según el economista, es que las empresas solicitan crédito para invertir cuando pueden ganar dinero, no cuando los tipos de interés son bajos, que siguen solicitando crédito cuando los tipos de interés son altos mientras tengan expectativas de generar beneficios en el futuro y que por muy bajo que esté el precio del dinero no invertirán si no tienen perspectivas de rentabilizar sus inversiones. Por parte de los consumidores, una reducción del tipo de interés no incentiva el consumo tal como mantiene la sabiduría convencional. A lo sumo sirve para refinanciar hipotecas. Las malas perspectivas y el temor a perder el empleo motivan a la gente a ahorrar, incluso aunque tengan que pagar menos por su hipoteca.
Galbraith sostenía que la economía es “dolorosamente indiferente“ al tipo de interés y que lo relevante eran las expectativas de beneficios en el caso de las empresas y las perspectivas de futuro en el caso de los consumidores. Con el tiempo, la situación económica mejora tras una serie de ajustes, como la caída del precio de los activos y de los salarios, aunque dejando un reguero de quiebras, ruinas y pérdidas de empleo, pero inocentemente atribuimos el mérito a las acciones de una institución que se publicita a sí misma como el gran mecanismo de estabilización económica.
Como prueba de sus argumentos, Galbraith señaló que el historial de la Reserva Federal en su lucha contra la inflación y la recesión era “intrascendente“. Por ejemplo, después de la primera guerra mundial los precios se duplicaron y la institución no pudo hacer nada. No logró frenar la especulación financiera de los años 1920 ni consiguió reanimar la economía tras la recesión y posterior depresión económica. En el momento de escribir su libro, Galbraith observó que tras una docena de reducciones del tipo de interés la economía estadounidense seguía sin recuperarse.
Galbraith concluye que la idea de que algo tan complejo como el uso del dinero pueda ser manejado desde un edificio de Washington D.C. por gente preparada, independiente del poder político y que toma sus decisiones bajo los retratos de gente ilustre, es un “fraude elegante“, ante el cual tal vez solo nos queda aceptar y perdonar.