El inicio del milenio se ha caracterizado por un proceso de
rápida convergencia –proceso de magnitudes históricas– que ha revertido parte
de la “gran divergencia” que se dio entre un Occidente (industrializado) y el
resto del planeta desde finales del siglo XVIII. Si bien esta convergencia se
explica en gran medida por el rápido crecimiento de las llamadas potencias
emergentes (o “reemergentes” en el caso chino), la totalidad del fenómeno no se
explica sin tener en cuenta (también) el declive de muchas economías
desarrolladas a ambos lados del Atlántico, pero muy especialmente de los
Estados Unidos cuyo aparente declive siempre se analiza en términos relativos
en comparación al auge del gigante asiático.
La todo poderosa Reserva Federal americana sigue siendo el
gran “driver” de las bolsas mundiales, veremos hasta cuando, capaz de mover los
mercados financieros en un sentido u otro con sus políticas y sus comentarios o
apreciaciones con respecto la marcha de la economía mundial y el dólar sigue siendo la moneda de reserva. Sin embargo, al margen de los efectos visibles del dominio
estadounidense cabe preguntarse qué pasa y hacia dónde va el buque insignia de
la civilización occidental que, según preconiza la mayoría de analistas, podría
haber iniciado con la Gran Depresión 2 el inicio de su ocaso como primera potencia dominante
y global.
La inquietud sobre los fundamentos económicos de Estados
Unidos tiene tres causas principales. La primera, son los graves desequilibrios
fiscales que acumula la nación tras dos guerras costosísimas, las acciones de
demanda de respuesta a la crisis con el inexorable crecimiento de las partidas
de gasto asociadas a partidas sociales y unas políticas y reformas –a mi modo
de ver completamente erróneas– con respecto al modelo de sanidad universal que
ha querido impulsar la administración Obama. Todo lo anterior arroja serias
dudas sobre los balances del sector público.
En segundo lugar existe un problema estructural que sufre
el país con respecto al estancamiento de los ingresos de la clase media y con
una movilidad social menguante. En suma, y como también sucede en muchos países
de Europa, está surgiendo una clase media muy preparada pero que afronta graves
dificultades para ascender a través de la educación y la adquisición de
aptitudes y cuyo bienestar se ve afectado de manera
creciente por los nuevos países emergentes.
El principal reflejo de lo anterior lo encontramos en una
inusualmente alta tasa de paro que se disparó con el estallido de la crisis en
2008 de menos del 5 a más del 10% en 2009, hoy estabilizada entorno al 7,7%
(datos 1T2013). Resulta evidente que el problema de una baja ocupación tiene un
eminente carácter cíclico pero también incorpora una parte estructural cuya
respuesta, en mi opinión, pasa necesariamente por un cambio en los valores que
yo sintetizo en la frase “no busques una oportunidad de trabajo, trabaja para
crear tu propia oportunidad”. Aplicable, sin duda, también al caso español y
cuya explicación in extenso excede las
pretensiones de este artículo pero que retomaremos más adelante.
Por último, existe una preocupación real por el potencial de
crecimiento real de la economía en el largo plazo. Históricamente, este potencial
se situaba en el 2,5%. Hoy es tan sólo del 1,6% (con una inflación del 1,7%) y
eso pese a los ingentes e históricos esfuerzos de la Fed por estimular la
economía. En un sugerente estudio This
Time Is Different (no exento de polémica por contener algunos errores de
cálculo), Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff –ambos miembros destacados
del establishment intelectual
estadounidense– señalaban la existencia de una correlación negativa entre el
nivel de deuda (tanto pública como privada) y el crecimiento económico de un
país. En síntesis, podemos concluir que Estados Unidos tiene un más que
importante problema fiscal, que puede derivar en un más que probable problema
de menor crecimiento potencial por el peso de esta deuda, sumado a un problema
serio de desempleo –parte cíclico, parte estructural– que pone en entre dicho
el potente “ascensor social” que durante años ha sido el gran pilar de la vieja
promesa del sueño americano por la cual si uno trabaja progresa. Todo lo
anterior puede conducir a una espiral descendente como señala la evidencia
empírica que ofrece el manual de Reinhart
y Rogoff. Por suerte, se trata
de un escenario, en mi opinión, evitable.
Los Estados Unidos siguen contando con innumerables activos y
fortalezas. América sigue siendo una de las democracias más longevas y pobladas
del mundo, con una fuerte sociedad civil y con unos valores y una cultura que los
Estados Unidos, y el mundo anglosajón en general, ha sabido exportar a través
del cine, la televisión, la literatura o la música como ninguna otra
civilización en la historia, convirtiéndose en la cara más visible de los
valores universales de libertad y progreso.
El sector privado estadounidense sigue estando entre los más
competitivos del mundo, y los Estados Unidos (como señalan los informes del World Economic Forum) se sitúa como una
de las regiones más fértiles del planeta para ejercer la función empresarial (quinta
en el ranking, China ocupa el puesto 26, aunque, todo sea dicho de paso, la
tendencia es en claro descenso). Por añaduría, Estados Unidos lidera todas las
partidas imaginables con respecto a gasto en I+D e investigación, sus
universidades se sitúan (con diferencia) entre las mejores del planeta siendo también
éstas las que están más pobladas de premios Nobel (nuevamente con diferencia)
en todos los ámbitos. Por otro lado, EE.UU. sigue contando con las plazas
financieras más sofisticadas y competitivas (especialmente fuerte es el mercado
de capital riesgo), sus universidades mantienen una estrecha relación y vínculo
con el sector privado, y, pese a todo, sigue contando con una política de
inmigración muy abierta.
Los Estados Unidos siguen siendo los Estados Unidos.
En un artículo sobre el declive americano, Joseph S. Nye, miembro destacado de la
Administración Clinton, se hacía eco
de la siguiente reflexión de Lee Kuan
Yew, patriarca de Singapur y observador sagaz: “el éxito de China (de Deng Xiaoping) es idear un sistema para
poner a trabajar a 1.300 millones de chinos. El éxito de américa es que es
capaz de atraer el talento de los 7.000 millones de habitantes del planeta y
ponerlos a trabajar en un entorno multicultural, diverso y dinámico y que
sirven de combustible a una economía creativa e innovadora como ningún otro
país ha sabido igualar”.
Es por eso que América tiene que corregir cuanto antes su
desequilibrio fiscal, hoy por hoy su verdadero talón de Aquiles. El peso de la
deuda ha enterrado imperios a lo largo de la historia y hoy es la principal
amenaza que se cierne sobre la capacidad de crecer de la economía
estadounidense. Para aliviar sus finanzas públicas, y al igual que España, por
ejemplo, tiene que modificar su Constitución y reformular de cero los
fundamentos del Estado, los americanos deben tienen que repensar sus políticas
de bienestar para que estas aseguren la universalidad de ciertos servicios –como
garantía principal de la igualdad de oportunidades–, pero sin que esto suponga
un gasto estructural añadido que hipoteque de forma irremediable su crecimiento
futuro lo que a su vez pondría entredicho el bienestar que dichas políticas
pretenden garantizar.
Por otro lado, Estados Unidos, con ayuda de sus socios
estratégicos naturales, tiene que revisar y repensar su papel como “policía del
mundo” cuyos efectos internos son devastadores para las arcas públicas al tiempo que genera malestar y animadversión (en general) en el exterior sin que se
aprecien efectos positivos notables.
El auge de China marcara la primera mitad
del siglo XXI: Occidente y China (G2) se disputarán el poder en un escenario
global de geometría variable hoy por hoy imposible de imaginar o definir. Por esto resulta fundamental que Estados Unidos siga siendo un referente claro de libertad,
democracia y crecimiento. Basta que se mantenga fiel a sus principios
fundacionales, entre los que se encuentra la disciplina presupuestaria, para que este siga brillando muchos años más.