Históricamente los economistas y analistas que seguimos en las páginas salmón conceden una suma importancia a la influencia que tienen en la actividad económica las oscilaciones del precio del petróleo. Para muchos, un fuerte repunte del crudo afecta directamente al consumo, dado que ese importe pagado de más podría destinarse a la compra de otros productos. En sentido inverso, muchas teorías que llevamos años escuchando sostienen que su devaluación repercute positivamente en la economía al engrosar las carteras de los consumidores. Así las cosas, el desplome de la cotización del petróleo en lo que va de año debería impulsar la economía, si bien entendemos que hay numerosas razones para pensar que se exagera su influencia, y no solo en estos tiempos de pandemia, sino que desde hace tiempo. En otras palabras, la economía mundial ha evolucionado hasta un punto de gran eficiencia energética, lo que mitiga el efecto de las fluctuaciones del oro negro en el crecimiento.
Según datos de la Agencia Internacional de la Energía, en 1990 un barril de petróleo generaba 500,56 euros en el PIB mundial; 25 años después, 1.223,10 euros. En Europa se observa una tendencia similar: de los 862,50 euros que en 1990 producía el combustible en el PIB de 27 países de la actual Unión Europea y el Reino Unido, pasó en 2015 a 1.986,12 euros. Es decir, un barril de petróleo hoy crea más del doble de crecimiento económico que hace un cuarto de siglo. Esto, a su vez, también significa que las variaciones de su precio ejercen un menor impacto en la economía, incluso teniendo en cuenta que el mundo ha pasado de consumir 66,7 millones de barriles de petróleo al día (b/d) en 1990 a 95 millones b/d en 2015 y a 100 millones b/d en 2019.
Este avance de la productividad se debe en parte a la evolución en la idiosincrasia de las economías modernas, que, de forma general, se distancian cada vez más de sectores productivos intensivos en energía, incluso en China. En 2000 el sector industrial representaba el 17% del PIB de los 27 países de la Unión Europea y el Reino Unido, mientras que en 2018 se había reducido al 14%; en Estados Unidos pasó del 15% hasta el 11% en el mismo periodo. En ambos casos estos cambios reflejan tendencias de largo alcance: por ejemplo, tanto en el Reino Unido como en Francia el peso relativo de la industria en el PIB se redujo aproximadamente a la mitad desde los niveles de 1990 hasta un 9% en 2018; en EE.UU. el dato alcanzó su cota máxima en los años cincuenta y desde entonces ha ido mermando paulatinamente; más recientemente, China, para muchos la fábrica del mundo, pasó de una ponderación relativa del 40% de hace dos décadas hasta un 33% hace dos años.
A escala planetaria, la industria representaba menos del 16% del PIB mundial en 2017, mientras que los servicios –donde se enmarca el pujante sector digital–, de menor demanda energética, ahora ocupan el primer puesto de la producción económica. En los 27 países de la Unión Europea y el Reino Unido, el sector terciario supone el 66% de su PIB; en EE.UU., el 70%. Merece la pena destacar su importancia incluso en China (54% del PIB) y en todo el mundo (65%), cuatro veces superior a la del sector industrial.
Aparte lo mencionado, la historia demuestra que el ingenio humano sirve para encontrar nuevas formas, mejores y más eficientes, de utilizar la energía. Por ejemplo, según el famoso estudio de 1994 del premio Nobel de economía William Nordhaus sobre el precio de la luz, que abarca desde las velas a las modernas bombillas pasando por el aceite de ballena, desde 1800 este se habría dividido entre 100.000. Es más, el coste de la luz sigue disminuyendo a raíz de la irrupción y popularización de la tecnología led, que ha sustituido la mayoría de las bombillas en la última década. Lo que antiguamente era una parte sustancial del gasto de los hogares, ya no lo es. Es así como la disminución de los costes energéticos permite que la actividad económica se intensifique en otras áreas.
Nuestra perspectiva es que el avance sistemático en la eficiencia energética modifica las relaciones económicas tal y como las hemos conocido hasta ahora. Puede que en otras épocas un repunte del precio del petróleo fuera un lastre para la expansión económica, como ocurrió en la década de los setenta durante la crisis del petróleo, cuando los hogares tuvieron que adaptarse, no sin dificultades, a los mayores precios de la energía. En cualquier caso, somos de la opinión de que incluso entonces se exageraba su importancia. Al fin y al cabo, para la economía en conjunto, gastar en petróleo y en productos derivados sigue siendo, valga la redundancia, un gasto, y cuando una persona paga por el transporte, la calefacción u otra cosa, otra recibe un ingreso que vuelve a revertir en la economía en forma de consumo e inversión. Los fuertes repuntes de la energía no tienen por qué constreñir la actividad económica general per se. Sin embargo, puesto que en determinados momentos fueron perjudiciales, a buen seguro la cada vez menor dependencia del crudo de las últimas décadas se traduce en un impacto mucho menor hoy.
El mismo principio subyace en la idea de que un precio del petróleo bajo estimula el consumo. Por más que haya bajado desde los 68 dólares por barril del comienzo de 2020 hasta los 9 dólares del mes de abril, no esperamos que suponga un gran acicate. Los medios financieros que seguimos tienden a felicitarse de estas bajadas por su efecto en el bolsillo de los consumidores con el argumento de que a la gente le beneficia disponer de una mayor capacidad de compra. Sin embargo, terminan por reconocer que una gasolina barata no es de gran ayuda cuando precisamente en estos momentos viajar y desplazarse al trabajo es una actividad restringida, aparte de que el consumo energético, que sigue declinando con los años, ya no significa un gran porcentaje del gasto agregado de los hogares o el PIB. Por lo tanto, por la misma razón que un alto precio del petróleo no es un gran impedimento que limite la demanda, un bajo precio del petróleo tampoco la espolea.
En consecuencia, incluso cuando el mundo vuelva a la normalidad, las fluctuaciones del precio del petróleo no provocarán, a nuestro juicio, cambios sustanciales en el crecimiento económico, ya sean estos de signo positivo o negativo. Seguramente esa capacidad de influencia se evaporó hace décadas con la edad dorada de la era industrial.
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