Recuerdo haber leído que nada más llegar a la presidencia de Francia Francoise Hollande encargó a notables del país vecino el estudio de un proyecto a largo plazo que tenía como objeto principal, si no único, el de recuperar la influencia de Francia en el escenario internacional. Sin duda, Hollande y los franceses en general eran conscientes entonces, y ahora mucho más, de que efectivamente su posición en el mundo no había hecho sino empeorar de forma inequívoca a lo largo de los últimos lustros. Esas eran las circunstancias que recibió Hollande, y no muy diferentes son en mi opinión cinco años después cuando se han celebrado las últimas elecciones francesas.
En principio, lo que ha conseguido Macron y, sobre todo, cómo lo ha conseguido, es una excelente carta de presentación. Ministro en la anterior legislatura, su lectura del juego y el timing para desligarse de Hollande han sido sencillamente perfectos. Y su lectura del sentimiento del país en estos momentos y la receta que se trasluce a través de su discurso no le van a la zaga. Y además sabe sumar y restar. No cabe por tanto en mi opinión sino un optimismo realista para Francia en su proyecto de continuar adaptándose a la realidad de unas nuevas circunstancias. Lo que además, y no por otra parte, no deja de ser un elemento consolidador del proceso de fortalecimiento de Europa en el que llevamos inmersos desde hace ya unos cuantos años.
Cada país, y cada continente, tiene su antigüedad, su historia y su cultura: su idiosincrasia, en definitiva. Cosa que no podemos ignorar si lo que queremos es liderar aunque solo sea una pequeña comunidad de vecinos. La brillantez del nuevo presidente francés ha obligado de entrada a Marine Le Pen a tener que refundar su partido. Macron, Francia y Europa han dado otro paso de gigante, ya que a la hija de su padre solo le quedan ahora dos opciones: o aceptar la realidad y moderarse, o aceptar la realidad y moderarse. Es lo que hay.
