Aunque quizás sea un tema muy
denostado no está de más situar el origen y las causas de la difícil coyuntura
por la que atraviesa el país ahora precisamente que observamos como la mayor
parte de los indicadores avanzados de nuestra economía empiezan a invertir la
tendencia negativa. Nuestra crisis económica, en suma y principalmente, ha sido
el resultado directo de una clase política que ha sido incapaz de modernizar
las instituciones políticas, sociales y económicas y adaptarlas a dos grandes
cambios sobrevenidos en la recta final del siglo XX. Por un lado, la caída del
muro de Berlín en 1989, y el inicio del proceso de “reforma y apertura”
iniciado por China una década antes, marcará la aceleración del proceso de
globalización. Esta globalización implicará la libre circulación de capital,
mercancías, información, tecnología y personas. Casi diría que por este orden.
Esta libre circulación –en algunos lugares más libre que en otros– da origen a
la feroz competitividad de los países de Europa del este primero, y emergentes
después –la propia China a la cabeza–. Por otro lado, la adhesión del Reino de
España al proyecto del Euro en 1998 supuso la pérdida de soberanía en materia
monetaria. Es decir, rehusamos para siempre utilizar la devaluación de la peseta como instrumento
del gobierno para ajustar la economía vía depreciación. A partir de entonces, la pérdida de competitividad fruto un marco institucional disfuncional (en comparación a otras economías), únicamente se podría realizar mediante un ajuste real en la economía.
Es por eso que con respecto a este tema no valen excusas de mal pagador: la permanencia en el
Euro hacía previsible que nuestra economía debía flexibilizarse y modernizarse
para poder adaptarse a los cambios competitivos globales dado que, y había
quedado claro, la vía de escape de la depreciación que tanto le gustaba al
ministro Solchaga había quedado definitivamente descartada. Lo sabíamos de antemano y no hicimos nada durante los años de bonanza no hicimos nada para seguir poniéndonos en forma. En efecto, una
vez España entró en el euro –después de honrosos esfuerzos fiscales y un
proceso de reforma para que así fuera– no hicimos nada para mantenernos con solvencia dentro de este club tan exigente. Esta, la
crisis de “modelo económico”, es la verdadera crisis de España. La burbuja inmobiliaria ha
sido un agravante siendo el colapso de las finanzas globales el detonante de las otras dos. No
entro a discutir sobre una cuarta crisis, la crisis moral y de valores, cuya dimensión y consecuencias son aún más profundos y que sobrepasan el marco de análisis de este artículo.
De la crisis de las finanzas
globales ya se ha dicho prácticamente todo y no entraré. Con respecto a la
burbuja inmobiliaria me inclino a pensar que estamos entrando en los últimos
compases de la misma. Lo que no quiere decir, ni mucho menos, que ya la hayamos digerido. Me refiero a que es un frente en el que no caben esperar más sorpresa más que una lenta digestión de una sobre exposición a un sector que nunca hubiésemos debido de tener. Así es, este tipo de crisis son de balance y lo único que sabemos
del cierto es que son de duración lenta. España acumula fuertes desequilibrios
financieros fruto del excesivo apalancamiento: familias, empresas y gobierno
acumulan enormes sumas de deudas con unos colaterales que han visto como se
desinflaba su valor dejando a los bancos al borde de la quiebra. Para devolver
la solvencia a los balances únicamente cabe crecer. Y para crecer hace falta
que la actividad económica vuelva. La evidencia empírica es testaruda y señala
las bajadas en la presión fiscal (impuestos) y las políticas liberalizadores y
pro-flexibilidad, esto es más mercado no menos, como las únicas posibles para insuflar
combustible al sistema económico. Por el contrario, y como ya se ha dicho desde
esta tribuna, el Gobierno ha optado por subir impuestos y rebajar el gasto
público pero sin tocar nada de lo esencial, es decir, sin liberar de lastre a
la economía productiva. El ciudadano salvando al Estado.
Todo lo anterior ha hecho que la
digestión de la burbuja haya sido más lenta y dolorosa y que, en ausencia de
reformas estructurales claras y definitorias, haya provocado que la tasa de
paro llegue a cotas impensables entre los países de la OCDE. Por añaduría, posponer las inevitables reformas solo pospone la recuperación y coloca a España en un delicado umbral donde permanecerá la sombra del impago hasta que las reformas, si son efectivamente de calado, redunden en un mayor potencial de crecimiento de la economía, objetivo último de las mismas, y permitan al gabinete afrontar la necesaria reducción del binomio deuda/déficit, hoy aún descontrolado y ciertamente frágil. España sigue estando en tiempo de descuento y, pese a que existen indicios positivos que invitan al optimismo, estos pueden quedar en papel mojado si no afrontamos con premura la modernización de nuestro régimen político y el fortalecimiento de nuestras instituciones.