Para muchos, el terreno de juego del
Gobierno es en el que chocan los sueños y la realidad. En esa omnipotencia
práctica ampliamente otorgada al Ejecutivo, éste encuentra beneficio, no sólo
por la vía del poder, también de la apariencia de credibilidad, que no es en el
fondo sino una forma de lo anterior.
Esa presunta autoridad comunicativa lleva
años manifestándose y quedando en evidencia en algo que podría resumirse
mediante dos palabras: brotes verdes. Durante un periodo algo menor al que
viene durando la crisis, los ciudadanos estamos soportando, además de la
situación económica y fiscal, cómo nuestros gobernantes presumen, trimestre sí,
trimestre también, de no sé qué datos positivos y vaticinan próximas
recuperaciones que saben falsas. Como acompañamiento, de vez en cuando suenan
los coros de Botín o de alguna publicación internacional. No importa quién. Ni
el Gobierno de turno. Lo único invariable es la ciudadanía.
El actual Ejecutivo, impregnado de la
personalidad arrollada de su –nuestro– Presidente, no es menos. Empieza a ser
más. Presume de bonanzas futuras y de traumas pasados, aunque el orden no esté
claro que sea ése. La característica personalísima del Presidente del Gobierno
y, por asimilación, de todo el órgano, la que lo diferencia de los anteriores,
es su invariable voluntad de no tener voluntad. En otras palabras: su falta
total de liderazgo, incluso de opinión. En tiempos de crisis estructural,
endémica ya, lo mínimo que se espera de un gobernante es que tome alguna decisión
diferente de no decidir, que no esté a verlas venir y tenga así con él a toda
la nación.
La inacción de Rajoy se enfrenta una vez
más con la comunicación de su Gobierno, que presume desde su llegada al poder
de ser el que más reformas ha llevado a cabo en tan poco tiempo. De que valen,
sin embargo, si ninguna de ellas ha abordado ninguna de las causas reales de la
situación actual de España. No se trata de un problema que pueda ser
solventado, ni camuflado a estas alturas, con parches. Es el sistema al
completo el que se ha demostrado nocivo, enemigo de la prosperidad del
ciudadano de a pie. Por el contrario, en un aparente ejercicio de ceguera
voluntaria, Rajoy pretende alcanzar la estabilidad por medio de la recuperación
económica, y no al revés. Parece conformarse con cambios estéticos de carácter
básicamente fiscal en lugar de revertir la nefasta herencia recibida de José
Luis Rodríguez Zapatero, cuya peor parte no es la económica.
La historia demuestra que la inversión va
allá donde encuentra estabilidad, leyes justas e instituciones que se respeten
a sí mismas. Sin embargo, el Gobierno parece pretender que el dinero llegue a
un país en huelga permanente, cada día más enfrentado por el recuerdo de una
lejana guerra civil y en el que los peores criminales de sus cárceles están
siendo liberados por una cesión del Estado ante una banda terrorista. Es más,
parece pretender que llegue la inversión a solucionar todo lo anterior. Para
esto no hace falta la clara mayoría absoluta que tanto se afanaron en pedir.