—¡Sí, vámonos!—repitieron inconscientes sus labios, pero el cuerpo inmóvil no se movió ni un paso, su mirada la abrazaba tiernamente una y otra vez, sin poder creerse que su presencia fuera real. Sobre ellos, a su derecha y a su izquierda, rechinaban las vías de la estación central de Fráncfort, el hierro y el cristal se estremecían, afilados silbidos cortaban el tumulto del hall lleno de humo, sobre veinte paneles destacaban los horarios de los trenes al minuto, mientras él, en medio de aquel torbellino de gente que pasaba a su lado en aluvión, no la veía más que a ella, como si fuese lo único que existiera, sustraído al tiempo, sustraído al espacio, en un curioso trance en el que la pasión embotaba sus sentidos. Al final, ella le tuvo que advertir.
El amor lo puede todo, incluso la contaminación del progreso. Hemos progresado gracias a la contaminación. Se podrá moderar, corregir, pero siempre a base de conquistar tecnológicamente nuevos recursos, mientras no. O sí, sí volvemos unos siglos atrás. Es lo que hay, y unos piernas inmaduros solos nos puede llevar al pasado. Hacia dónde vamos.