La reciente propuesta presentada
por el comité de expertos, me niego a llamarles sabios como insiste en
denominarlo un amplio sector la prensa, ha generado una enorme polvareda
posiblemente por una no muy correcta interpretación que se le ha dado a la
misma. Reconozco que no he tenido la paciencia de leerme punto por punto el
extenso contenido de la misma, lo cual no creo que menoscabe mí visión, pero
a cambio sí he basado mi reflexión analizando la opinión de detractores y
defensores.
Lo primero que conviene destacar
es que se trata de una propuesta
valiente, ampliamente reformista y con una profunda vocación de cambio. Se
presenta una amplia batería de medidas encaminadas fundamentalmente a un
objetivo, modificar la actual estructura
fiscal en aras de un mayor empleo a largo plazo. En paralelo presenta un
modelo que necesariamente iría acompañado de una gestión más eficiente, con una
mayor lucha contra el fraude y una mayor responsabilidad por parte de los
contribuyentes. La propuesta no busca
elevar la presión fiscal sino mantenerla. Para ello, el comité busca una
horquilla de referencia en la recaudación de entre el 37% y el 38% del PIB, lo
cual es visto por muchos como un intento de mantener la presión fiscal en
niveles elevados.
Como epicentro de la misma, y
quizás ese sea el punto más polémico, la
propuesta busca reequilibrar la carga fiscal trasladando la misma desde las
rentas del trabajo al consumo. De ahí surge la idea de rebajar las
cotizaciones sociales, modificar los tipos nominales y ampliar las bases
imponibles de las empresas, mientras que para mantener el nivel recaudatorio se
buscaría elevar los impuestos indirectos sobre el consumo (IVA) y eliminar
algunas deducciones establecidas sobre la renta de los trabajadores (IRPF).
El estudio se basa en modelos
europeos donde previamente se ha aplicado esa fórmula de traslación. Cuando se abarata el precio relativo del
factor trabajo respecto al consumo, se habla de desgravar las rentas del
trabajo vía impuestos directos y elevar la imposición indirecta sobre el
consumo, lo cual no necesariamente debe suponer una caída del gasto como se
ha titularizado en primeras planas. Recordemos que el gobierno ya aplicó una
reclasificación y subida de los tipos nominales del IVA en 2012, que fue un
fracaso porque la medida no se vio acompañada de una necesaria rebaja en los
impuestos sobre la renta.
Si se aumenta la presión fiscal sobre el consumo sin liberar la carga
sobre otras rentas, es evidente que hay dos efectos. Uno a medio plazo
sobre la recaudación y otro menos
claro e impredecible, que se está convirtiendo en una realidad, que es a la deflación. Los agentes posponen sus
decisiones de consumo pensando que las empresas tenderán a asumir ese mayor
precio no repercutiendo el impuesto al precio final, o que de no hacerlo de
forma inmediata, lo acabarán aplicando en el futuro en un contexto de mercado
competitivo ante una eventual caída en las ventas. El segundo es de más difícil
determinación pero no menos peligroso, porque los consumidores son también en
su mayor parte deudores dado su elevado nivel de apalancamiento adquirido con
la vivienda, con lo cual si se confirma esa espiral deflacionista, son los
propios endeudados los que salen perdiendo pues la deuda está expresada en su
valor nominal.
Ese efecto es claramente pernicioso pues el estado disminuye su
potencial de crecimiento, no eleva la recaudación, con lo que mantiene un
elevado déficit, y al mantenerse un sistema pernicioso que sobregrava las
rentas del trabajo, se puede inmolar hacia una espiral de deflación.
Uno de los errores conceptuales viene por el hecho de que los precios vienen determinados por su
coste de producción y no por la preferencia de los consumidores, es decir, por su coste marginal en lugar de por su
utilidad marginal. Por eso, plantear un escenario con ese perfil, como el
mantenido por el gobierno hasta la fecha, lo único que hace es detraer el gasto
y con ello posponer dos elementos clave para la salida plena de la crisis: la
reducción del desempleo y del déficit, con el consiguiente aumento de la deuda
y la carga futura para los trabajadores vía el servicio de la deuda que suponen
su devolución e intereses.
Por eso esta reforma lo que busca es reequilibrar la estructura fiscal.
Sí, creo que es acertada en la base. Creo
que la perspectiva de aumentar impuestos indirectos reduce el consumo solo desde
una óptica estática, es decir, si no se tiene en cuenta el efecto que genera la
reducción de otros. Por eso es prioritario replantear las cargas.
En mi opinión, si se pretende priorizar el empleo, el incentivo pasa
por las empresas no por el consumo. Pero para evitar una caída en la
recaudación, luego iremos con esto, es necesario reequilibrar las fuentes de
ingresos. Es importante tocar los impuestos indirectos. Como también lo es promover
el ahorro y la inversión a la vez que desincentivar el endeudamiento, por eso
tiene sentido eliminar la deducción por
viviendasólo si se libera de manera
notable la carga sobre el factor trabajo. Por eso creo que frente a una
medida electoralista como es tocar o no la deducción en la renta del
trabajador, tiene que ir necesariamente priorizada una menor carga en el coste
del empleo para las empresas y en su fiscalidad para los trabajadores. Yen
eso la propuesta se queda corta.
En cualquier caso, todo lo planteado
es rebatible, pudiendo establecer dinámicas activas de redistribución de impuestos,
ampliación o reducción de bases imponibles, eliminación de deducciones… Pero
estaríamos dejando de lado lo que para mí es prioritario, ninguna reforma fiscal tendrá éxito a medio plazo sin la necesaria y
obligada rebaja del gasto por parte de un gobierno.
El gobierno presenta la reforma
como un “reparto de sacrificios”, cuando
realmente carga su presión contra el trabajador y en segundo lugar contra las
empresas. No sienta las bases para una creación sostenida de empleo porque
la reforma no genera confianza ya que la misma no lleva aparejado el mensaje de
compromiso por reducir el gasto público.
Si el sacrificio sólo se le
aplica inequívocamente al que obtiene rentas puede ser igualmente justo
plantearlo de otra manera. Que asuma el sacrificio mediante una menor
percepción de servicios sociales. Es decir, no aumentar la presión sobre el consumo o sobre las rentas, bien
del capital o bien del trabajo, puede
venir compensado con una notable rebaja en el gasto por prestaciones,
subvenciones, gasto ineficiente, superfluo, en una palabra, inútil.
¿Prefiere un trabajador una mayor
garantía de empleo con una rebaja notable en la confiscación fiscal de su renta
obtenida a cambio de un menor despilfarro en sanidad, educación o
infraestructura? La respuesta es obvia. Si el gasto se vuelve eficiente, que no
restrictivo, lógico, que no innecesario, y correctamente ofertado, que no
regalado, el trabajador aprenderá
socialmente a valorar sus impuestos llevándole a una dinámica de sociedad
más avanzada en el que la lógica es: pagar
impuestos para obtener un mayor retorno y una equidad razonable.
En otras palabras, en un mercado verdaderamente libre y competitivo,
si desaparece el Estado como elemento distorsionador en la fijación de preciosy por consiguiente su asociación al
servicio público, la sanidad, por
ejemplo, racionalizaría el gasto,
atendería con mayor eficiencia y sería más justa. Atendería los casos
necesarios con los medios disponibles, sin despilfarrar. El sector privado
competiría entre sí para proveer de los servicios que no se ofrezcan y lo
harían a precios razonables, pues eso es la competencia. Y hablo de
competencia, no de la mal llamada privatización de la sanidad madrileña, un
absoluto desastre de comunicación, gestión y negociación.
Los que se manifiestan por la
dignidad y defienden que la sanidad o la educación no se vende, no reparan en
tomarse su tiempo eligiendo en las estanterías de un supermercado, después de
haber discriminado a otros, eligiendo su cesta de la compra. Todo en libertad y
competencia. Quieren lo ineficiente sólo porque no pagan directamente por su
consumo. ¿Qué pasaría si en lugar de pagar impuestos se abonase la factura real
de la sanidad por cada consulta, operación o intervención que se realiza? El
debate de los impuestos desaparecería y se hablaría de incompetencia gestora en
lo público.
Pero aquí estoy entrando en un
tema tan delicado como apasionante, como es la desaparición de los gestores públicos y el sostenimiento
electoralista del concepto servicio público. Sólo diré que todas las
empresas privadas dan servicios públicos, la diferencia está en la forma de
pago que en un caso es inmediata y en el otro diferida. ¿O qué se piensa la
gente que es un taxi? Un servicio público gestionado de manera autónoma y
privada que opera en competencia, asume riesgos y busca el mayor retorno
posible gracias a unas reglas de juego definidas y aceptadas.
En definitiva, si la solución para una mejora del empleo
pasa necesariamente por un reequilibrio de nuestro sistema impositivo con
efectos visibles a largo plazo, necesariamente ese paso debe de ir acompañado por
uno de efecto inmediato, la reducción del gasto público. Sin una caída de
al menos 10 puntos porcentuales del gasto público medidos sobre PIB, con la
consiguiente reducción del déficit y el desapalancamiento del estado, es
imposible movernos en un entorno de reestructuración fiscal comprensible,
aceptado, y sobre todo, que funcione y se convierta en el necesario elemento
dinamizador del empleo.