He leído un agresivo post de Scott Summer contra Keynes: Keynes as religion. Viene a decir que sería mejor que Keynes no hubiera existido, o al menos que se le olvidara. Todo ello en respuesta a un artículo de Noah Smith sobre la necesidad que tenemos de Keynes. La crisis ha dejado un vacío teórico, ha certificado que los modelos al uso eran erróneos, y al menos algunas características de la teoría de Keynes han sido más o menos probadas: cuando el tipo de interés llega a creo - trampa de la liquidez - el Banco Central se vuelve inoperante.
Es verdad que Keynes, o al menos el keynesianismo, ha fallado en Japón. Décadas de déficit público no ha conseguido levantar la economía - aunque nunca sabremos que hubiera pasado sin ellos. Pero no deja de ser un fallo escandaloso de la teoría del multiplicador, puesto que la deuda pública ha aumentado más que el PIB, sin lograr que arrancara.
Pero es que Keynes NO es una religión. Para empezar, Keynes - como dijo Minsky - es un excelente economista monetario, el mejor probablemente, el más original, al menos el primero en hablar de la demanda se dinero como inestable y decisiva. Las condiciones monetarias no se definen por la oferta de dinero del banco central, si no se comparan con la demanda de dinero. Oferta y demanda determinan las condiciones monetarias fáciles o difíciles. Eso no lo han entendido los de la escuela austriaca ni nunca lo entenderán.
Así que esa es una razón para salvar a Keynes de la hoguera: sus aportaciones decisivas a la economía monetaria. Aportaciones que no le negó ni Friedman, que decía más o menos lo que he dicho aquí (ver su artículo "John Maynard Keynes").
Hablando de Friedman, Mark Thoma nos lleva a Olivier Blanchard, que dice que necesitamos cinco modelos macroeconómicos para poder responder a los desafíos de hoy. Esto es inadmisible para la teoría de los Nuevos Clásicos, que no haya un solo modelo que responda a todo. Pero Blanchard, que se ha trajinado la crisis como jefe de economistas del FMI, sabe se lo que habla.
No se puede ser exclusivista sin riesgo de caer el el dogma.
Otro día me expandiré sobre esa proposición de Blanchard.
Y lo esencial es que, cuando despojamos al inglés de toda su pomposa retórica, lo que nos queda es lo siguiente: las crisis se deben a que la gente deja de gastar, por consiguiente la misión de la política económica es estabilizar el nivel de gasto; si el gasto es insuficiente como para absorber toda la producción a los precios actuales, entonces se cerrarán empresas y se despedirá a trabajadores; si el gasto es superior al necesario para absorber toda la producción, se generará inflación.
En otras palabras, si no queremos que quiebren empresas y aumente el paro, alguien tendrá que comerse sus productos. Si los consumidores o los inversores no están dispuestos a hacerlo, entonces habrá que incentivarlos a que las compren con menos impuestos y unos tipos de interés artificialmente más bajos; si pese a ello tampoco las adquieren, entonces habrá que ofrecérselas a los extranjeros a precios de saldo –que no otra cosa implica devaluar el tipo de cambio–; y si ni siquiera así se venden, entonces deberá ser el Gobierno el que, merced a su poder coactivo para recaudar impuestos y gastarlos como guste, deberá quedárselas.
Dejando al margen las distorsiones que ciertas políticas puedan generar (muy en especial, la rebaja artificial de los tipos de interés), la cuestión clave sigue siendo: ¿y por qué los consumidores y los inversores, de un modo u otro –con impuestos o con la dilución del valor de sus divisas–, tienen que acabar pagando por una producción que no quieren? Pues únicamente porque se ha fijado como objetivo social que el desempleo no aumente. El problema es que por esta vía disolvemos la economía y la división del trabajo: si una parte ineficiente de la población fabrica unos bienes que la otra parte más eficiente no desea, forzar a que los segundos entreguen sus valiosas mercancías a cambio de las de los primeros equivale obligarles a realizar un intercambio no beneficioso.
Imagínese que le obligaran a comprar la comida que no quiere comer, los libros que no quiere leer, la ropa que no quiere vestir, los muebles que no caben en su casa o los videojuegos que no le interesan. ¿Qué sentido tendría que usted fuera todos los días a trabajar, si no puede adquirir aquello que le gusta y rechazar aquello que no le gusta? Realmente ninguno.
En definitiva, nada hay en las economías de libre mercado que impida que la demanda de consumidores e inversores case con la oferta de los productores. Es obvio que se trata de un proceso complejo, no exento de desajustes microeconómicos, pero éstos deberán solventarse con reestructuraciones empresariales y no mediante unas compras forzosas por parte del Estado que sólo apuntalan a los empresarios que no sirven a consumidores e inversores. A diferencia de lo que creía Keynes, no existe imposibilidad macroeconómica alguna que requiera la intervención estatal en el gasto para cuadrar demanda con oferta. Solamente se trata de aceptar que cuando los consumidores y los inversores prefieren no gastar… es que prefieren no gastar, y que, por tanto, no se produzca aquello en lo que no quieren gastar. A eso se reduce todo el pensamiento keynesiano.
En respuesta a EMILIO MINAYA MACIA
Se nota que no ha leído a Keynes, sino sólo críticas de la escuela austriaca. Keynes predijo en su "Consecuencias económicas de La Paz" (1919) la Segunda Guerra Mundial. Todo por gente que pensaba como ud.
En respuesta a Miguel Navascues
Por cierto, pese a sus diferencias, Friedman hubiera dicho lo mismo...
En respuesta a Miguel Navascues
El problema no es que me obliguen a comprar algo que no quiero. Es que no puedo vender mis activos, o mi trabajo, para comprar lo que quiero. Y cuando eso ocurre masivamente, por millones y miles de millones, lo que dice ud no tiene nada que ver. Es decir, crítica austriaca superficial.