El precio es la cantidad de esfuerzo que uno quiere hacer para apropiarse de un bien de otro. Dicho así parece la definición de un robo, pero no necesariamente. Aunque el robo también tiene un precio: el trabajo, la garrota del dueño que te espera, el coste de oportunidad, la persecución legal y policial, etc.
Pero estamos hablando de intercambios consentidos. El bien en cuestión puede ser cualquier cosa, incluido el dinero, dado que también es una mercacía aceptada para otros intercambios.
Si alguien intercambia tres cabras por una vaca sabemos que una una cabra cuesta un tercio de una vaca en ese momento y lugar. Que la información de ese hecho fluya es importante porque orienta a los comerciantes sobre la demanda de las mercancías, información que trasladan a los productores para cubrirla con oferta. Ese precio que se fija en las transacciones es la información esencial para el cálculo económico que hacen los intervinientes en su búsqueda de oportunidades de ganancia, lo que les obliga a seguir la estela de la optimización de recursos escasos para aplicarlos a aquellos bienes y servicios más demandados. Esto es la acción empresarial, que no es que sus clientes y proveedores le caigan especialmente simpáticos, sino que no tiene más remedio que cooperar con ellos, considerando sus ofertas y demandas si quieren aproximarse a su objetivo de ganancia.
Se trata de un juego donde todos ganan. Si alguno no lo hiciera no participaría.
Pero qué pasa si hay elementos externos que distorsionan, dificultan o impiden la libre y dinámica fluctuación de precios. En el caso de imponer un precio máximo aumenta la demanda del bien y si el precio no cubre los costes la escasez de ese bien está asegurada, y también el contrabando. Y si se impone un precio mínimo bajará la demanda y ese factor será abundante e infrautilizado. Ejemplo de lo primero es la imposición de precios de algunos alimentos o de vivienda, y de lo segundo los precios mínimos de algunos productos agrícolas o servicios laborales.
Pero los interventores estatales de precios no suelen operar tan burda y directamente, lo suelen hacer a través de tasas, aranceles, impuestos generales, específicos,subvenciones, manipulación monetaria, todo un arsenal para distorsionar los precios con la gradación que requieran sus diseños socio-económicos.
La consecuencia es una descoordinación de los factores de producción que afecta a toda la estructura del mercado, aumentando el desperdicio de recursos materiales y energía, deslizándose hacia la entropía en forma de pobreza.
Desde la política, los fabricantes profesionales de modos de vida ajenos institucionalizan sus ensoñaciones por medio de la ley y la fuerza, agrupando rebaños democráticos adscritos a las emociones ideológicas tribales usando de pegamento la envidia, el resentimiento histórico, las naciones, los pueblos, las lenguas, el clima, el sexo... Menos mal que a pesar de todas esas neoreligiones los individuos tienden a velar por sus intereses y siguen la estela de los precios.