Desde hace ya varios meses se viene gestando con inusitado hermetismo el que será un acuerdo bilateral entre los Estados Unidos de América y la Unión Europea, el desconocido para muchos y vituperado para otros TTIP. Por su acrónimo shakespeariano sabemos que pretende ser el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversión. Y digo pretende porque no han sido pocas las plataformas, asociaciones, “think tanks” e incluso formaciones políticas del arco parlamentario español y europeo las que ambicionan aniquilar a este (aún) nasciturus jurídico.
A este respecto, podemos argüir que este engendro procedimental es otro obstinado intento por parte de la burocracia administrativa de Bruselas y Washington de continuar con su particular campaña de hiperinflación normativa e intervenir más (si cabe) en la vida de esos ciudadanos que garantiza proteger.
Sabemos verdaderamente poco del TTIP: que preconiza el libre comercio y desarrollo económico entre Europa y EEUU, que busca reducir las barreras arancelarias entre ambas potencias, que quiere garatizar laefectiva y recíproca apertura de ambos mercados y toda la pléyade de engaños y fuegos de artificio que acostumbran a hacer.
Sí quisiera detenerme en uno de los elementos más controvertidos y novedosos que incorpora este principio de acuerdo y al único al que presto asentimiento absoluto. Esta innovación gravita en la posiblidad de que las empresas multinacionales puedan someterse contractualmente a Tribunales privados de arbitraje en lugar de a la legislación de los Estados en caso de litigio con los mismos.
Así las cosas, no deja de resultar hilarante (a buen seguro seré censurado por ello) como la única cláusula a la que me adhiero es el foco de las iras de todo el coletivo disidente. Y me parece además de justa, necesaria porque actúa como si de un “proxy” se tratase para disciplinar a los elefantiásicos Estados en su permanente vulneración de los Principios Rectores del Derecho. En la mayoría de los contratos hay dualidad de partes y es precisamente ahí donde la autonomía de la voluntad entra en escena. Cada una de las partes trata de satisfacer sus legítimos intereses mediante el acuerdo y la negociación, ergo si en caso de conflicto entre Estado y empresa, el papel de juzgador y parte recae sobre el mismo sujeto (el Estado) esa autonomía de la voluntad se desvanece.
Lo que sí me parece improcedente es que esta fabulosa efeméride regulatoria se extienda sólo a empresas y no a todos los ciudadanos de la Unión y porqué no decirlo, del mundo.
Respecto al resto de postulados que aglutina el TTIP creo que lejos de resultar útiles son una rémora, fruto del espíritu coactivo e interventor de las socialdemocracias occidentales que buscan de manera incesante la agresión institucional y política al libre ejercicio de la actividad empresarial.