Gran Bretaña, Churchill y el Patrón oro

20 de enero, 2020 0
Treinta años Economista Titulado del Banco de España. Economía internacional. Autor del blog "Decadencia de Occidente", blog sobre los estragos... [+ info]
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1º en inB
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«¿Hemos de quedar a merced de un hatajo de negras afanadas en escarbar con los dedos de los pies en el fango del Zambeze?», le había preguntado a los burócratas Winston Churchill. (Téngase, por favor, en cuenta la fecha de tales expresiones hoy lesivas para los oídos sensibles: 1925)

En 1925, seis años después de la Gran Guerra (que había dejado exhaustos a los países combatientes menos EEUU), Churchill llevaba años siendo ministro de Hacienda. Se formaron grupos de opinión y de presión a favor de la vuelta al patrón oro. Los favorables a ello pensaban que así Gran Bretaña restablecería la confianza y robustez previa  la guerra y volvería a ser el país líder mundial.Era coger el rábano por las hojas, porque la fortaleza de un país no viene determinada por su sistema monetario, sino más bien al revés: es la fortaleza o debilidad económica la que permite tal o cual sistema monetario. En todo caso, se formó un gran movimiento, desde diferentes sectores, a favor de la reincorporación de la libra al patrón oro, movimiento nada ajeno por cierto a los intereses del sector financiero, que pensaba así sacar ciertas ventajas para el negocio (como un tipo de interés más bajo una vez que las operaciones internacionales en esterlinas fueran a más bajos tipos de interés por la mayor confianza en su solidez). La pujanza del movimiento hizo difícil al gobierno, y más al ministro, soportar los embates de los grupos interesados. 
Siguiendo “La biografía” de Churchill de Andrew Roberts...

Así las cosas, el 17 de marzo, Churchill invitaba a John Maynard Keynes, el economista de Cambridge que había sido la única voz discrepante del Comité Cunliffe, al ex ministro de Hacienda Reginald McKenna, a lord Bradbury, experto en reparaciones de guerra, y a Otto Niemeyer, a una cena en la sede de su departamento con el fin de examinar a fondo la cuestión. También estuvo presente en la reunión Percy Grigg, quien más tarde diría que el cónclave había sido «una especie de Brains Trust», en alusión al popular programa de la BBC.° Andando el tiempo, Grigg señalará que Niemeyer y Bradbury respaldaron el proyecto, mientras que Keynes y McKenna se opusieron a él. «El simposio se prolongó hasta la medianoche, e incluso más allá», apunta. En ese momento pensé que los síes iban a llevarse el gato al agua. La tesis de Keynes, que McKenna apoyó en todos sus detalles, sostenía que la diferencia de precios entre los bienes estadounidenses y los británicos no era del 2,5% como indicaba la cotización en el mercado de valores, sino del 10%. Si volviéramos al oro con la misma paridad de antes, tendríamos que proceder a una deflación de los precios internos de una magnitud aproximadamente similar. Esto implicaba un aumento del desempleo y ajustes salariales a la baja, y obligaría a asumir la incidencia de huelgas prolongadas en las industrias pesadas —y al final se constataría además que dichas industrias se habrían visto sujetas a una constante contracción—. Por consiguiente, era mucho mejor intentar mantener estables los precios domésticos, equilibrar el nivel nominal de los salarios y permitir que las cotizaciones cambiarias fluctuasen.  Bradbury señaló en cambio que el patrón oro era un sistema «a prueba de bellacos», dado que, al estar la divisa directamente ligada al precio de ese metal, los políticos no podrían manipular el valor de la libra esterlina para favorecer sus propios fines partidistas. Se creía que la ventaja que suponía la estabilidad de precios, y por consiguiente los beneficios de una ausencia de inflación, superaban al inconveniente de la falta de liquidez del sistema. Al sugerirse que Gran Bretaña volviera a ceñirse a una paridad inferior, Bradbury afirmó que «sería estúpido provocar una conmoción en la confianza de los mercados y poner en peligro nuestra reputación internacional para conseguir un alivio tan reducido y efímero». Aquí es donde podemos insertar la frase de Churchill que encabeza el artículo: 
«¿Hemos de quedar a merced de un hatajo de negras afanadas en escarbar con los dedos de los pies en el fango del Zambeze?», le había preguntado a los burócratas Winston Churchill.
Tras muchas discusiones, McKenna fue quien tuvo la última palabra: «No hay escapatoria; tenéis que volver a lo de antes; pero va a ser un infierno». Keynes, cuya obra “Las consecuencias económicas de La Paz”, publicada en 1919 [y con un gran éxito de público mundial], había criticado duramente las cláusulas financieras del Tratado de Versalles, escribió tres artículos en los que censuraba de manera muy similar el retorno al patrón oro. Dichos ensayos aparecieron en julio de 1925 en el Evening Standard, y fueron reimpresos más tarde en un panfleto de 32 páginas titulado “Las consecuencias económicas de Mr. Churchill”. En este último texto, Keynes argumentaba que el patrón oro sobrevaloraba la libra esterlina —circunstancia creada a su vez «para satisfacer la impaciencia de los prohombres del centro financiero de Londres»—, y que eso iba a determinar una caída de los salarios. Keynes explicaba asimismo que los motivos de la decisión de Churchill se habían debido «posiblemente, y en primer lugar, al hecho de que [el ministro de Hacienda] carezca de los frenos instintivos que todo hombre precisa para no cometer errores; también a que esa falta de juicio espontáneo ha permitido, en segundo lugar, que le ensordecieran las clamorosas voces de las finanzas convencionales; y en tercer lugar, y este es el extremo más determinante, a que sus propios expertos le han hecho tomar un rumbo gravemente equivocado».  A Churchill no le importó un ardite este ataque ad hominem, que a su juicio formaba parte del toma y daca propio de la política. Tampoco ha de pensarse que estuviera necesariamente en desacuerdo con esos puntos de vista, puesto que ya le había dicho a Niemeyer que, en términos generales, tendía 
«a pensar que lo mejor era tener a las finanzas menos boyantes y a la industria más contenta», mientras que la incorporación de Gran Bretaña al patrón oro iba a producir el efecto opuesto. 
No obstante, con el paso del tiempo, Churchill habría de lamentar profundamente haberse dejado aconsejar por Montagu Norman, lord Bradbury y Philip Snowden y haber dado el paso de vincular a Gran Bretaña al patrón oro —sobre todo sin haber puesto al mismo tiempo en práctica medidas de ajuste salarial y de política fiscal acordes con las nuevas exigencias que planteaba una libra esterlina respaldada por el oro...
La devaluación habría sido una medida mucho mejor, y habría facilitado una transición más suave al patrón oro, pero el gpobierno pensó que eso sería tanto como admitir de facto que Gran Bretaña no iba a ser capaz de recuperar los antiguos laureles de su grandeza como tal superpotencia. De acuerdo con las conclusiones de un estudio sobre las decisiones que tomó Churchill en esta materia, «al no desarrollarse nuevas industrias, y no existir tampoco un espíritu emprendedor de muy diferente orientación, no había en realidad una sola política monetaria que hubiera podido encauzar las cosas de un modo verdaderamente distinto al que se estaba imponiendo». Al final se comprobaría Que Keynes tenía razón. En 1945, Churchill admitiría en privado: «La mayor metedura de pata de toda mi vida fue el retorno al patrón oro».

Sí. Al final el que tenía la razón fue Keynes. Cuando un país está quebrado por la factura de La guerra y debe un montón de deudas, es el peor momento para revaluar su moneda. Al hacerlo, cae la producción y encarece las deudas en términos de PIB, lo que le exige o bien producir más, o bien deflactar internamente precios y salarios para poder reequilibrar la cuenta exterior. Pero lo que es aconsejable en todo caso es más inflación, puesto la capacidad de pago se mide en PIB nominal. La libra fue revaluada frente al dólar y al oro, y fijada su paridad en un nivel inasequible a la  productividad relativa a EEUU. La consecuencia fue una contracción interna de la economía, un aumento enorme del paro, con deflación incluida, y un malestar social que abocó a huelgas y manifestaciones casi diarias. Ciertamente esa respuesta sólo podía agravar la situación, pero en economía sucede siempre que las partes no ven las consecuencias de sus actos en el conjunto global, y por una razón inexcusable: la visión parcial se forma con un juicio de lo que se percibe alrededor, pero no se sabe bien la cadena de causalidades que llevan al resultado del conjunto. 

Por eso es más fácil devaluar (o revaluar) el tipo de cambio para que salarios  y precios, a través de su lógica parcial y miope, que esperar que cambien los precios y salarios relativos a favor del conjunto. No se les puede exigir a los trabajadores una reducción salarial voluntaria para sostener un tipo de cambio determinado. Eso lleva a despidos y caída de contrataciones, siguiendo la lógica empresarial. La empresa tampoco puede ser obligada a mantener pérdidas en nombre del conjunto, y acabará quebrada y cerrando. Cada actor sigue su lógica, y no se le puede exigir que se haga cargo del conjunto cuando eso pasa por meses de paro e incertidumbre de futuro.
La exigencia de algunas escuelas que siguen la lógica microeconómica, que no se devalúe porque tarde o temprano todo volverá a equilibrarse - al ser consciente los agentes de los “valores reales”- adolecen de lo que Keynes llamó “la Falacia de la Composición”: la suma de las lógicas parciales no llevan al equilibrio conjunto, sino que se desvían permanentemente de él. 
Es obvio que esto es así. En España y otros países se ha vivido una situación parecida en la crisis por la fijación del tipo de cambio en el euro en la crisis de 2008. No se podía devaluar, ergo había que deflacionar, o, como se llamó, pasar por una “devaluación interna”. La política fiscalmente restrictiva de la UE agravó la situación, aunque éstos nos llevaría demasiado lejos en el contexto de este artículo. El caso es que tuvimos lo que Keynes había pronosticado: una altísima tasa de paro, contracción, y deflación.

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