Me refiero a los huevos de gallina. Si no fuera por algunos inconvenientes se podrían emplear como dinero; he aquí algunos: no son divisibles, ni reversibles, se pueden romper pero no reconstruir, de un huevo puede salir una tortilla pero de una tortilla no sale un huevo, se deterioran con el tiempo, se pudren, por lo tanto no constituyen una reserva de valor, no se pueden almacenar fácilmente… en fin que no tienen las características del buen dinero.
Pero a pesar de eso nos pueden servir como referente monetario relativo para comparar situaciones económicas en distintas zonas o países o épocas. Porque los huevos son casi universalmente consumidos, históricamente también. Su riqueza alimentaria ha sido deseada siempre.
Cuando una cosa cuesta un huevo, ¿de cuanto dinero estamos hablando?, ¿cuánto esfuerzo humano hay que acumular para intercambiarlo por un huevo?.
En 2019 por menos de 2 euros podemos comprar una docena de huevos en España.
Un empleador abona 17.627 euros anuales por un empleado con el salario mínimo a cambio de unas 1800 horas de trabajo. Eso son casi 10 euros la hora, pongamos 9, lo que significa que puede comprar una docena de huevos cada 13 minutos y poco, casi un huevo por minuto de trabajo. Si cobra el triple del salario mínimo casi un huevo cada 20 segundos. Con estos datos es difícil pasar hambre por muchos llantos anticapitalistas que produzcan los llorones.
Veamos estos datos:
Aquí tenemos ordenados de menos a más esfuerzo a realizar para conseguir una docena de huevos, en un establecimiento al alcance del público, para aquellos que cobren un salario mínimo. Faltan países que estarían en la parte alta de la tabla, pero no tienen salario mínimo, entre ellos Singapur, Suiza, Suecia, Noruega, Dinamarca... y otros de los que no tengo datos.
La conclusión es obvia: En los países donde el desarrollo económico e institucional es mayor se requiere menor esfuerzo de la población para cubrir sus necesidades.
Pero en realidad el milagro de los huevos no es ese. Es que si entrenamos a un mono a tirar dardos y los tira sobre el mapa de Europa vuelto del revés, desde allá donde caiga el dardo podemos ir andando a comprar con poquísimos euros una docena de huevos.
¿Quién es el genio de la distribución logística que hace esto posible?, ¿qué eminente planificador establece la producción y su ubicación para que no nos falten huevos, ni nos sobren?, ¿qué cónclave de sesudos economistas determina los precios?, ¿a qué ministro del Ministerio de la Ovocidad Europea de Bruselas hay que hacerle estatuas?...
Para mí tengo que no hay que mirar tan alto para buscar dioses, reyes o tribunos, que esas autoridades somos nosotros, todos nosotros, los que con sus necesidades, comportamientos volubles, errores, ambiciones, altruismo, curiosidad, egoísmo, espíritu gregario y otras características del alma humana… hacen que colaboren, aunque no quisieran, granjeros, agricultores, camioneros, administradores, meteorólogos, urbanistas, petroleros, frigoristas, tenderos… literalmente millones de personas implicados en ese lio de la cooperación social que producen los intercambios voluntarios y que venimos llamando mercado.