Un fantasma recorre el mundo, una especie de gripe agravada de rápida propagación que supone la prueba de estrés más importante, hasta ahora, desde la segunda guerra mundial, de los sistemas sanitarios occidentales.
Es también un shock cultural que remueve uno de los pilares de los estados de bienestar construidos en los últimos 70 años.
Nos enfrenta a mirar algunos de los tabúes, miedos y prejuicios clásicos de nuestras sociedades: la muerte, la enfermedad, la vejez… Generaciones anestesiadas con una educación infantilizante por sobreprotectora, gentes acomodadas en tener padres, patrones, autoridades, Estados, guías, psicólogos, médicos, maestros, criados… redes de asistencia y seguridad por todos lados, como legítimamente es deseable, se enfrentan a este reto.
La salud pública, asumida por los Estados como servicio obligatorio que hay que comprar con impuestos, como la educación o las pensiones, está en manos de unos suministradores que pueden actuar arbitrariamente sin base contractual, que tienen el mejor sistema de marketing que existe: el monopolio de la violencia para imponer la compra obligatoria del producto o servicio.
Todo ello dirigido desde la política, es decir por gentes que tienen la intención hacer el bien y los incentivos de conquistar nichos de votos para seguir con el negocio del poder.
Al haberse expropiado la existencia de elecciones libres en muchos campos, las autenticas, las del mercado, donde permanentemente se elige voluntariamente y se paga lo elegido, se produce un desorden social derivado de la ruptura de la información de los precios para asignar los recursos, siempre escasos, a las necesidades más acuciantes.
Hemos engordado al Leviatán y tenía los pies de barro. La pata de las pensiones la van convirtiendo en un sistema de administrar la ruina.
La enseñanza falla en instrucción utilitaria y en educación moral con un sistema técnicamente anacrónico y obsoleto, con unas burocracias anquilosadas y unas familias en gran medida desnortadas en el confort de delegar.
Y ahora la sanidad, que se tambalea con los embates de este virus.
Pero este parón y flojera de los servidos sanitarios en cuya solidez creíamos, unos más que otros, tal vez nos haga mirarnos en el espejo y bajarnos algo del caballo de nuestra arrogancia y caer en la cuenta de que la vida hay que vivirla cada día, cada uno… todos.
Y asumir que estamos vivos de milagro e inmersos en la incertidumbre permanentemente. No tiene sentido el pánico y la desesperación pero un poco de humildad ante nuestra propia naturaleza no nos viene mal.
Esperemos que algo de esta lección que estamos aprendiendo nos conforte y nos oriente en nuestro pensamiento y comportamiento, y nos haga mejores personas